Habíamos subido muy alto en el edificio de zancos. El mundo se hacía enano, mientras encerraba un atardecer cómplice que no precisábamos. En el refrigerador los quesos vestían trajes transparentes escondiendo su cremosa sal. Tu refugio: la cocina y el agua mineral que goteaba indiferente sobre el piso.
Seguía anocheciendo, mientras el silencio bebiendo de la pluma, se fue a dormir con la confesión muda de una juventud de algodón blanquecino.
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